Desde Argentina, testimonio del Padre Christian Viña:
Dios, único Rey y Señor de la Iglesia, en su Providencia, nos regala religiosas llenas de Cristo que reflejan, a tiempo completo, el amor sin límites de su Divino Esposo. Unas llegan, aun sin haberlo buscado, y muy a su pesar, a ser famosas y a estar en el centro de atención de los medios. Y otras, la enorme mayoría, lejos de la popularidad, son con sus obras, mucho más que con sus palabras, infatigables anunciadoras del Reino (cf. Mt 28, 19-20. Mc 16, 15-20). Una de ellas es Sor Socorro, de las Siervas de Jesús de la Caridad.
Españolísima, de pura cepa, llegó a Rosario de Santa Fe, en 1975; año en que Argentina se desangraba por los crímenes de la guerrilla.
El lema de su Congregación es “Amor y sacrificio”, que ya había calado hondo en la, por entonces, muy joven consagrada. No se arredró, ni mucho menos, antes los grandes desafíos que tenía por delante. Y no supo, ciertamente, que ese sería su destino de los futuros casi 50 años…
Arribó a nuestra santafecina ciudad –hoy enlutada por las diarias matanzas de los narcotraficantes- en pleno crecimiento de su comunidad religiosa; y de la residencia para ancianos. Habían pasado ya varias décadas de la fundación de esa casa; pero aún estaban bien frescas las hazañas de las religiosas pioneras. La evocación de aquellas jornadas, en las que se arrostraban todos los peligros a la hora de anunciar el Evangelio, aun en los ámbitos más extremos, era una fuente de aliento ante los nuevos retos. ¿O, acaso, podrían preocuparse las consagradas, por los recursos siempre insuficientes, cuando quienes comenzaron esa rosarina obra usaban la paja de las escobas como “almohadas”? ¿No les proveería el Señor, como en aquellos primeros tiempos, del nunca fácil equilibrio entre pan, y ladrillos? Venida de lo más profundo de la Madre Patria, de esa España rural curtida en la abnegación y en el sufrimiento, tenía la convicción de que nada les faltaría para seguir fortaleciendo esa obra de Dios.
Dueña de su silencio, y precisa en sus pocas palabras, sus gestos y expresiones dan muestras de una paz sin fisuras; propia de las vírgenes que, sin alardes, saben que eligieron la mejor parte, que no les será quitada (cf. Lc 10, 42). Supo siempre que solo siendo alma orante sería del agrado de su amadísimo Esposo. Por ello, encontró en la oración la fuente de todo su apostolado. Únicamente desde allí podía entenderse su esencia y misión. Y aunque, por cierto, trabajaba codo a codo con enfermeras, mucamas, y demás servidores de los ancianos y enfermos, ello constituía su auténtica carta de presentación. Tuvo bien claro, toda su vida, el porqué de su vocación; y el para Quién de su entrega. Por eso, su impecable hábito, fue distintivo, bandera, y expresión sin dobleces de su fidelidad.
La enorme cocina fue, durante décadas, algo así como un santuario alternativo. Sabía que, desde allí, debía alimentar cada jornada a Quien es alimento de eternidad, y que venía a su encuentro en aquellos mayores, y sus hermanas de Congregación. Lo suyo era cuidar, del mejor modo, del pan material, para poder seguir sirviendo, del mejor modo, al Pan del Cielo.
Con su infaltable delantal, iba y venía, de aquí para allá, en busca de lo necesario para sus nutritivos platos. Siempre supo suplir con imaginación y creatividad la escasez de recursos, en los recurrentes ciclos argentinos de inflación, hiperinflación y el consecuente crecimiento de la pobreza. Su cocina brillaba en su limpieza y pulcritud. “¡Aquí uno podría comer hasta en el suelo!”, le dije una y otra vez. Y ella, con su proverbial humildad, contestaba con el silencio y la serena expresión del deber cumplido.
Su voto de obediencia no se limitó jamás a cumplir lo que se le mandaba. Esto lo hizo siempre, como corresponde. Pero supo ir más allá. Veía una necesidad, y frente a ella se arremangaba sin que se lo pidiesen. Escuchaba (obediencia significa, precisamente, saber escuchar) la voz del Señor y la de su conciencia y no miraba para otro lado. E iba, decidida, a prestar sus manos para que Dios manifestara sus auxilios. Se la veía, así, desde ayudar a incorporarse a una anciana, alimentarla, o higienizarla, hasta ir de aquí para allá, con su caja de herramientas, a subirse en una escalera para reponer focos de luz quemados, o reparar una persiana rota.
Supo que el amor a Dios, y desde Él al prójimo, luce especialmente en los detalles. Y pudo entonces, sacrificar horas preciosas del, de por sí exiguo descanso, por ejemplo, para aguardar con un plato caliente a la Madre Superiora y demás hermanas, que regresaban de fatigosos viajes en horas nocturnas. O suplir, sin estridencias, a otras religiosas en momentos de múltiples tareas. Yo mismo experimenté más de una vez, en los días en que permanecí en la hospedería de la residencia, cómo sin que se lo pidiese remendase mi sotana, o me alcanzase algo de agua fresca para las tórridas madrugadas…
Siendo aún seminarista, junto a la recordada Sor Florentina, mostraba su sereno entusiasmo, frente a los progresos en mi formación. Y no pudo ocultar su sorpresa cuando en mi Primera Misa en Rosario, precisamente allí, en la Capilla de la Residencia, mis colegas periodistas de la televisión rosarina cubrieron el acontecimiento. “Mostraron en el reportaje –me dijo- algunas de sus entrevistas, de hace unos años. Su presencia en el altar, de cualquier modo, fue la mejor de todas las imágenes”
Cuidó, junto a las demás hermanas, de mi anciana madre, Susana Aída, en seis de sus últimos años. Y tuvo para ella, como para con las otras residentes, especiales cuotas de caridad. Disfrutó intensamente, de mi actividad misionera, ya como sacerdote, en la periferia de Cambaceres, Ensenada. Y tuvo en todo momento, serenas palabras de aliento.
Ya octogenaria, una grave enfermedad cardíaca la alejó hace un tiempo, definitivamente, de la cocina, y de los demás menesteres domésticos. La fortaleció, de cualquier modo, como era de esperar, en su entrega absoluta a Cristo. Ya lo suyo no es correr entre ollas, sartenes y cajones de verdura. Sus pasos más cortos y lentos, aunque siempre seguros desde y hacia la capilla, son visible muestra del acatamiento a la Divina Voluntad, y, por cierto, de la definitiva preparación para la Eternidad anhelada.
Al enterarse de mi nueva misión entre los enfermos y los centros de salud, me dijo: “Como todos los comienzos, al principio no será fácil. Dios, de cualquier modo, no se deja ganar en generosidad y, como siempre, lo guiará del mejor modo”.
Acabo de verla en la Santa Misa de clausura del Retiro que, con varias de sus Hermanas, realizó en la Casa Provincial de Buenos Aires. Y no pude contener mis lágrimas al observarla, en el primer banco, lo más erguida posible –según sus actuales limitaciones físicas; siempre lista para contentar a su único Señor. ¡Gracias, Sor Socorro, por ser, aun sin pretenderlo, ¡uno de los tesoros de la Iglesia! ¡Gracias por su maternidad de tiempo completo! ¡Y por mostrarnos todo el brillo que tienen, en Cristo, las cosas simples! Sí, por cierto, nos esperan las mejores imágenes, jamás imaginadas. Que, claro está, no saldrán de un canal de televisión, sino de lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman (1 Cor 2, 9).
+ Pater Christian Viña
La Plata, sábado 29 de abril de 2023