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El día 9 de mayo, el Papa Francisco convocó oficialmente el Jubileo Ordinario de la Esperanza 2025, con la lectura pública y la entrega de la Bula de Convocación en la Basílica de San Pedro en el Vaticano.

Publicado con ocasión de la Solemnidad de la Ascensión del Señor y bajo el título “Spes non confundit”, (La esperanza no defrauda), este importante documento da a conocer el espíritu, las intenciones y los frutos esperados de este magno evento de la Iglesia Católica que espera acoger en Roma a más de 30 millones de personas a lo largo del año.

 Incluimos una selección de algunos números de la Bula de convocación del Jubileo:

 

PINCELADAS de la Bula “Spes non confundit” del Papa Francisco,

de convocación del Jubileo del año 2025

1.«Spes non confundit», «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5). Bajo el signo de la esperanza el apóstol Pablo infundía aliento a la comunidad cristiana de Roma. La esperanza también constituye el mensaje central del próximo Jubileo, que según una antigua tradición el Papa convoca cada veinticinco años. Pienso en todos los peregrinos de esperanza que llegarán a Roma para vivir el Año Santo y en cuantos, no pudiendo venir a la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias particulares. Que pueda ser para todos, un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, «puerta» de salvación (cf. Jn 10,7.9); con Él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza» (1 Tm 1,1).

Signos de esperanza:

11.Que se ofrezcan signos de esperanza a los enfermos que están en sus casas o en los hospitales. Que sus sufrimientos puedan ser aliviados con la cercanía de las personas que los visitan y el afecto que reciben. Las obras de misericordia son igualmente obras de esperanza, que despiertan en los corazones sentimientos de gratitud. Que esa gratitud llegue también a todos los agentes sanitarios que, en condiciones no pocas veces difíciles, ejercitan su misión con cuidado solícito hacia las personas enfermas y más frágiles.

Que no falte una atención inclusiva hacia cuantos hallándose en condiciones de vida particularmente difíciles experimentan la propia debilidad, especialmente a los afectados por patologías o discapacidades que limitan notablemente la autonomía personal. Cuidar de ellos es un himno a la dignidad humana, un canto de esperanza que requiere acciones concertadas por toda la sociedad.

14.Signos de esperanza merecen los ancianos, que a menudo experimentan soledad y sentimientos de abandono. Valorar el tesoro que son, sus experiencias de vida, la sabiduría que tienen y el aporte que son capaces de ofrecer, es un compromiso para la comunidad cristiana y para la sociedad civil, llamadas a trabajar juntas por la alianza entre las generaciones.

Dirijo un recuerdo particular a los abuelos y a las abuelas, que representan la transmisión de la fe y la sabiduría de la vida a las generaciones más jóvenes. Que sean sostenidos por la gratitud de los hijos y el amor de los nietos, que encuentran en ellos arraigo, comprensión y aliento.

15.Imploro, de manera apremiante, esperanza para los millares de pobres, que carecen con frecuencia de lo necesario para vivir. Frente a la sucesión de oleadas de pobreza siempre nuevas, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Pero no podemos apartar la mirada de situaciones tan dramáticas, que hoy se constatan en todas partes y no sólo en determinadas zonas del mundo. Encontramos cada día personas pobres o empobrecidas que a veces pueden ser nuestros vecinos. A menudo no tienen una vivienda, ni la comida suficiente para cada jornada. Sufren la exclusión y la indiferencia de muchos. No lo olvidemos: los pobres, casi siempre, son víctimas, no culpables.

Anclados en la esperanza

18.La esperanza, junto con la fe y la caridad, forman el tríptico de las “virtudes teologales”, que expresan la esencia de la vida cristiana (cf. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3). En su dinamismo inseparable, la esperanza es la que, por así decirlo, señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana. Por eso el apóstol Pablo nos invita a “alegrarnos en la esperanza, a ser pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (cf. Rm 12,12). Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza” (cf. Rm 15,13) para testimoniar de manera creíble y atrayente la fe y el amor que llevamos en el corazón; para que la fe sea gozosa y la caridad entusiasta; para que cada uno sea capaz de dar aunque sea una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza para quien lo recibe.

20.Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe. San Pablo, al enunciar en pocas palabras este contenido —utiliza sólo cuatro verbos—, nos transmite el “núcleo” de nuestra esperanza: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5). Cristo murió, fue sepultado, resucitó, se apareció. Por nosotros atravesó el drama de la muerte. El amor del Padre lo resucitó con la fuerza del Espíritu, haciendo de su humanidad la primicia de la eternidad para nuestra salvación. La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, «la vida no termina, sino que se transforma» para siempre. En el Bautismo, en efecto, sepultados con Cristo, recibimos en Él resucitado el don de una vida nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la eternidad.

  1. ¿Qué será de nosotros, entonces, después de la muerte? Más allá de este umbral está la vida eterna con Jesús, que consiste en la plena comunión con Dios, en la contemplación y participación de su amor infinito. Lo que ahora vivimos en la esperanza, después lo veremos en la realidad. San Agustín escribía al respecto: «Cuando me haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mí dolor ni pena. Será verdadera vida mi vida, llena de Ti». ¿Qué caracteriza, por tanto, esta comunión plena? El ser felices. La felicidad es la vocación del ser humano, una meta que atañe a todos.

Necesitamos una felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos plenifica, es decir, en el amor, para poder exclamar, ya desde ahora: Soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás. Recordemos una vez más las palabras del Apóstol: «Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

23.La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites.

La Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe de cada uno. En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con Él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón. Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados.

Sin embargo, como sabemos por experiencia personal, el pecado “deja huella”, lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido, sino también interiores, en cuanto «todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio». Por lo tanto, en nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”. Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el cual, como escribió san Pablo VI, es «nuestra “indulgencia”». La Penitenciaría Apostólica se encargará de emanar las disposiciones para poder obtener y hacer efectiva la práctica de la indulgencia jubilar.

24.La esperanza encuentra en la Madre de Dios su testimonio más alto. En ella vemos que la esperanza no es un fútil optimismo, sino un don de gracia en el realismo de la vida. Como toda madre, cada vez que María miraba a su Hijo pensaba en el futuro, y ciertamente en su corazón permanecían grabadas esas palabras que Simeón le había dirigido en el templo: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón». (Lc 2,34-35). Por eso, al pie de la cruz, mientras veía a Jesús inocente sufrir y morir, aun atravesada por un dolor desgarrador, repetía su “sí”, sin perder la esperanza y la confianza en el Señor. De ese modo ella cooperaba por nosotros en el cumplimiento de lo que había dicho su Hijo, anunciando que «debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31), y en el tormento de ese dolor ofrecido por amor se convertía en nuestra Madre, Madre de la esperanza. No es casual que la piedad popular siga invocando a la Santísima Virgen como Stella maris, un título expresivo de la esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir esperando.

25.Mientras nos acercamos al Jubileo, volvamos a la Sagrada Escritura y sintamos dirigidas a nosotros estas palabras: «Nosotros, los que acudimos a él, nos sentimos poderosamente estimulados a aferrarnos a la esperanza que se nos ofrece. Esta esperanza que nosotros tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor» (Hb 6,18-20). Es una invitación fuerte a no perder nunca la esperanza que nos ha sido dada, a abrazarla encontrando refugio en Dios.

La imagen del ancla es sugestiva para comprender la estabilidad y la seguridad que poseemos si nos encomendamos al Señor Jesús, aun en medio de las aguas agitadas de la vida. Las tempestades nunca podrán prevalecer, porque estamos anclados en la esperanza de la gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo superando el pecado, el miedo y la muerte. Esta esperanza, mucho más grande que las satisfacciones de cada día y que las mejoras de las condiciones de vida, nos transporta más allá de las pruebas y nos exhorta a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la que hemos sido llamados, el cielo.

Dejémonos atraer desde ahora por la esperanza y permitamos que a través de nosotros sea contagiosa para cuantos la desean. Que nuestra vida pueda decirles: «Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor» (Sal 27,14). Que la fuerza de esa esperanza pueda colmar nuestro presente en la espera confiada de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la alabanza y la gloria ahora y por los siglos futuros.

(La Puerta Santa de la Basílica de San Pedro del Vaticano se abrirá el 24 de diciembre de 2024 y se cerrará el 6 de enero de 2026; en las Catedrales y Concatedrales el Año Jubilar comenzará el domingo 29 de diciembre de 2024 y finalizará el domingo 28 de diciembre de 2025).

Dado en Roma, en San Juan de Letrán, el 9 de mayo, Solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, del año 2024, duodécimo de Pontificado.

FRANCISCO