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Conocí a la querida Hna. Rosa, en 2006, en la residencia que las Siervas de Jesús de la Caridad tienen en mi Rosario natal. Y fue con motivo del ingreso a dicho hogar de mi madre, Susana Aída Pareja de Viña; que vivió allí seis de los más felices años de su ancianidad. Daba por descontado que a mi achacosa progenitora le costaría adaptarse a los nuevos ritmos y horarios de su nueva casa; pero confiaba en que, al no tratarse de un «geriátrico» –o sea, de un depósito más o menos salvaje de carne humana- sino de una casa religiosa, con Santa Misa, y Rosario diarios, todo sería más fácil. Yo, por entonces, cursaba mis primeros años de Seminario. Y una y otra vez, la Hna. Rosa, al verme con vestimenta eclesiástica, me llamaba «padre». Y, al notar mi gesto de sorpresa, repetía invariablemente: «Sí, sé que todavía no es sacerdote. Pero no veo la hora de que lo sea…». Tanto ella, como la recordada Hna. Florentina, la Hna. Socorro, y las otras religiosas, no dejaban de preguntarme, por entonces, cuánto faltaba a mi formación. Gracias a Dios, todas llegaron a verme Sacerdote.

Una de las primeras veces que la encontré me conmovió su serena alegría, y su presencia de ánimo. Había llevado a mi mamá de regreso de una fiesta familiar, a la hora nocturna límite de retorno de las residentes, y fue ella misma quien nos abrió la puerta. Se estaba secando las manos; pues, por entonces, tenía a cargo la lavandería, y quedaba en vela durante toda la madrugada, cuidando de las ancianas. Era casi septuagenaria y su rostro, aunque con muestras del inevitable paso del tiempo, resplandecía con la serena fragancia del Señor. De pocas palabras, y silenciosa acción, bien lejos estuvo durante toda su existencia de los «nuevos paradigmas», de los «empoderamientos», «del actualizarse sin santificarse», y de todo aquello que no fuera vivir a tiempo completo su desposorio con Cristo.
Fui enterándome, de a poco –y no precisamente por ella-, de su propia vida consagrada. Y que integra, junto a un puñado de hermanas, el reducido grupo de religiosas argentinas de la congregación. Resulta lamentable, pero es algo que se constata en distintas familias religiosas, en nuestro saqueado país: las vocaciones autóctonas, salvo raras y honrosas excepciones, suelen ser extrañísimas. Por eso, toda su vida la enorme mayoría de sus Hermanas fueron españolas, como la propia fundadora, Santa María Josefa del Corazón de Jesús; y, desde hace algunos años, también paraguayas, peruanas, y chilenas. Para todas, siempre, ha tenido reservados detalles de afecto, y cercanía. Es que, para ella, como para tantísimas consagradas, la obediencia no se limita a cumplir órdenes; sino a «escuchar» –como su propio nombre lo indica-, sin ideologías, sin prejuicios, y con una fe cristalina, la voluntad de Dios, manifestada en gestos y actitudes concretas del prójimo.

Tuvo para con mi Mamá, junto con las demás Hermanas, un sinfín de atenciones. Y, cada vez que la veía, invariablemente le preguntaba cómo se encontraba; y cómo marchaba mi formación para el Sacerdocio. Y a mí me deleitaba, de modo particular, verla tan llena de Jesús; y tan pronta a socorrer cualquier necesidad. Me quedaba, entonces, al retorno de mis viajes a Rosario, con la seguridad de saber que mi Mamá era atendida –al igual que las otras viejitas- del mejor modo. Más que por cada anciana –con edades muy parecidas a las de ellas mismas- las religiosas lo hacían –y lo hacen- por Jesús (cf. Mt 25, 31-46). Y, por lo tanto, no cabían comparaciones con ningún otro «hogar para adultos mayores»; como se los llama ahora, con eufemismo digno de mejor causa…
Vi, a lo largo de los años, su serena aceptación de las limitaciones de la edad; y el consecuente relevo de tareas muy demandantes. Jamás le oí, de cualquier modo, alguna queja. Sabía perfectamente que, más allá de cargos y responsabilidades, siempre se puede servir al Señor, desde el «amor y sacrificio»; como reza el lema de la Congregación.

Por eso, me emocionaba verla, siempre silenciosa, auxiliando con pequeños gestos: desde terminar el lavado de la vajilla, tras las comidas, hasta acomodar los libros en la biblioteca, o barrer alguna suciedad casi imperceptible, debajo de algún mueble. Y, por cierto, nos edificaba a todos con su rauda llegada a la Capilla, para la celebración del Culto Divino; y su permanencia, en acción de gracias, sobre el final. Y arrancaba, también, una sonrisa de ternura cuando, con disimulo, buscaba una posición en el Coro, cercana a los mejores parlantes…

En el tiempo de labores manuales, en que las Hermanas realizan, como parte de su entretenimiento, diversas tareas de costura, bordado, y confección de hábitos religiosos, mostraba particular habilidad con agujas, y tijeras. No se arredraba frente a los desafíos de las telas; y, también, siempre dispuesta para el aprendizaje, observaba atentamente el trabajo de las demás, y pedía oportunos consejos. Y, en estos últimos tiempos, en que sus limitaciones son claras, no deja de realizar pequeñas tareas, como remendar alguna servilleta, o poner en condiciones otros elementos de cocina.

La vi hace unos días, con motivo de la Misa que celebré en su residencia por los diez años del fallecimiento de mi Mamá. Y volvió a emocionarme su piedad; y cómo seguía, casi sin escuchar nada, la Celebración. A su término, y luego del almuerzo con la comunidad, le volví a manifestar con mi bendición, y un fuerte abrazo, todo mi afecto, y admiración. Y, sorprendida por mis expresiones, me dijo: «Estoy vieja, sorda, y casi no veo. ¡Lo que Dios quiera!». Y me lo dijo no como lamento, o reproche; sino como sincera manifestación de su abandono a la Providencia de Dios. Casi a los gritos, y con buscada gesticulación, para que también leyera mis labios, le recordé las sabias palabras de la Santa Madre Teresa de Calcuta: «Cuando no puedas correr, trota. Cuando no puedas trotar, camina. Cuando no puedas caminar, usa el bastón. Pero nunca te detengas».

Gracias, querida Hna. Rosa, por enseñarnos, una vez más, en el atardecer de tu vida, cuando la otra orilla está cercana, y el punto de partida bien lejos, que solo Cristo es importante. Y que, por gracia de Dios, elegiste la mejor parte que no te será quitada (cf. LC 10, 42). Como decía la Santa Madre Maravilla de Jesús: «Lo que Dios quiera, como Dios quiera, cuando Dios quiera». Gracias, muchas gracias, por vivirlo, y contagiarlo, con la grandeza de los pequeños…

La Plata, 1° de agosto de 2023.
Memoria de San Alfonso María de Ligorio, obispo, y doctor de la Iglesia.

+ Pater Christian Viña.