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Este verano, junto a dos compañeras, emprendí un viaje que jamás olvidaré. Nos adentramos en una misión de voluntariado en la isla de Virac (Filipinas), un lugar donde la vida misma se reinterpreta a cada paso. Allí, en una de las misiones de la Congregación de las Siervas de Jesús, descubrimos una faceta de nosotras mismas que nunca habríamos imaginado, encontrando una perspectiva de vida completamente renovada. Al dejar nuestras rutinas y el confort del hogar, nos entregamos por completo a la tarea de ayudar a los demás, y fue a través de esta experiencia que comprendimos la profundidad y el valor de vivir al servicio de quienes más lo necesitan.

No es casualidad que Catanduanes sea conocida como la “isla feliz”. Desde el primer momento, te cautivan las miradas sinceras y bondadosas de sus habitantes. Pero es al sumergirte en su día a día, cuando realmente comprendes su esencia. Sin poseer casi nada, te brindan todo lo que pueden, que te interpela con una pregunta sobre el porqué de tanta generosidad.

Desde el momento en que llegamos, las monjas nos acogieron con una calidez que hacía sentirse en casa. Para nosotras, el hogar que ellas han creado en Virac va mucho más allá de un lugar físico; es un refugio de paz, de amor y de entrega, donde se respira el espíritu de servicio que guía a cada una de estas mujeres valientes.

Su misión abarca desde la atención a los enfermos en hospitales hasta la alimentación de niños en situación vulnerable y el cuidado de personas mayores, y en cada labor las hermanas demuestran una dedicación incansable. A su lado, aprendimos que cada pequeña acción, hecha desde el amor, es capaz de cambiar vidas, incluida la nuestra.

Durante el mes que estuvimos allí, nuestros días comenzaron a transformarse en un compendio de emociones, aprendizajes y desafíos. Aprendimos a dejarnos llevar por el ritmo de la misión, dejando atrás nuestras propias preocupaciones y abriéndonos por completo a las necesidades de los demás. Fue sorprendente descubrir cuánto podíamos dar, y a la vez, cuánto recibíamos en cada gesto de gratitud y en cada sonrisa de las personas que ayudábamos. Nos dimos cuenta de que, a pesar de sus necesidades, la gente de Virac siempre encontraba la manera de transmitirnos fortaleza y esperanza. A través de ellos, nos sentimos llenas, completas, y comprendimos que nuestra labor allí no era simplemente ayudar, sino compartir y aprender de quienes, con tan poco, tienen tanto que ofrecer.

Uno de los momentos más emotivos que vivimos fue al llegar en furgoneta a los “feedings”. Desde la ventanilla, veíamos a los niños esperándonos con miradas de cansancio por no haber comido recientemente. A todas nos conmovía el corazón. Con timidez y alegría nos saludaban como si fuéramos la viva imagen de la esperanza. Abrumadas por la situación, tratábamos de brindarles todo el cariño posible, deseando que el tiempo que compartiéramos con ellos fuera de calidad.

La vida de las Siervas de Jesús es admirable. Su entrega, serenidad y sentido de propósito en cada acción, todo ello guiado por una fe inquebrantable en Dios, nos enseñó lo que significa realmente estar en sintonía con la misión personal de cada una.

La mano de Dios nos acompañó a lo largo de este proceso de voluntariado; sentimos Su presencia en cada momento de dificultad y en cada instante de alegría. Fueron incontables los momentos en que la fuerza y la guía divina nos permitieron seguir adelante, recordándonos que no estábamos solas y que nuestra tarea, por ardua que fuese, tenía un propósito mayor.

Regresar a casa después de este tiempo en Virac ha sido un proceso de adaptación, pues en el corazón quedó grabada la experiencia y el compromiso de vida de las Siervas de Jesús. De ellas nos llevamos un ejemplo de humildad, fortaleza y amor por el prójimo que nos seguirá en nuestro camino. Nuestro paso por Virac ha sido mucho más que un voluntariado; fue una experiencia transformadora que nos dio una nueva mirada hacia la vida, y una comprensión renovada de lo que significa entregarse plenamente a los demás, confiando en que Dios guiará cada paso que demos.

La mayor lección que he aprendido de esta experiencia es que, sin importar a dónde vayas en la vida, es importante mantener los pies en la tierra. Ama a tus seres queridos, hazles saber que estás ahí cuando te necesitan. No te jactes de nada; ayuda al más débil. No temas poner el corazón en todo lo que haces. Vive con pasión, sonríe más, disfruta de los buenos momentos como si fueran irrepetibles, y, sobre todo, haz el bien sin mirar a quién.

Hoy, al recordar esos días, no podemos evitar sentir un profundo agradecimiento hacia las Siervas de Jesús y hacia todas las personas que hicieron de esa isla filipina un lugar especial. Gracias a ellas y a la misión que llevan adelante, descubrimos que ayudar y amar es posible en cualquier rincón del mundo, siempre que estemos dispuestos a abrir el corazón y dejarnos llevar por la luz que ilumina nuestra vida: la fe y el amor al prójimo.

Elena del Rosal

Teresa Oteros

Claudia Capa